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La maldición del oro negro
Esperanza y traición en el Delta del Níger
Tom O’Neill
Fuente: National Geographic
En el sur de Nigeria, el petróleo lo corrompe todo. Se derrama de las tuberías y contamina la tierra y el agua. Mancha las manos de los políticos y militares que desvían las utilidades. Turba las ambiciones de los jóvenes, quienes harán hasta lo imposible por llevarse una tajada de la riqueza producida por este líquido, ya sea disparar una pistola, sabotear instalaciones o secuestrar a un extranjero.
Nigeria lo tenía todo para ser la crónica de un progreso anunciado: una empobrecida nación africana con la fortuna de encontrarse súbitamente con un gran patrimonio. Era 1956 y las imágenes de prosperidad surgieron con una fuerza equivalente a la de ese primer chorro que brotó del suelo pantanoso del Delta del Níger. El mercado mundial codiciaba el crudo del delta, un líquido “dulce”, bajo en azufre, llamado Bonny Light, que se refina con facilidad para convertirse en gasolina y diésel. Hacia mediados de la década de 1970, Nigeria se había unido a la Organización de Países Exportadores de Petróleo y el presupuesto de su gobierno rebosaba de petrodólares.
Todo parecía posible, pero todo salió mal. Los cinturones de miseria, densamente poblados y atestados de basura, se extienden a lo largo de kilómetros. El humo negro de un matadero al aire libre se vuelca sobre los tejados. Las calles están llenas de baches. Pandillas violentas rondan las escuelas. Los limosneros y vendedores ambulantes corren hacia los automóviles que esperan para cargar gasolina. Así se ve Port Harcourt, el centro petrolero de Nigeria y la capital del estado de Rivers, justo en el corazón de la zona de reservas petroleras del país, las cuales son más grandes que las de Estados Unidos y México juntas. Port Harcourt debería ser fulgurante; sin embargo, está en decadencia
Más allá de la ciudad, en el laberinto de arroyos, ríos y oleoductos que vetean el delta –uno de los humedales más grandes del planeta–, hay un inframundo. Los poblados parecen aferrarse con desesperación a la orilla del río; son un montón de chozas de lodo que apenas se mantienen en pie. Los caminos de tierra atestiguan el deambular de hambrientos niños semidesnudos y adultos desempleados y taciturnos. No hay electricidad, agua potable, medicinas ni escuelas. Las redes para pescar parecen no haberse usado en mucho tiempo, las canoas están ociosas en las orillas del delta. Los peces han muerto como resultado de muchas décadas de derrames de petróleo, de la lluvia ácida provocada por la quema de gas y de la devastación de los manglares ocasionada por la instalación de las tuberías.
Nigeria es la víctima de aquello que le dio esperanzas: el petróleo, el cual representa 95 por ciento de sus exportaciones y 80 % de sus ingresos. En 1960, casi la totalidad de las exportaciones del país eran productos agrícolas, como el aceite de palma y las semillas de cacao, los cuales, hoy en día, apenas se registran como artículos comerciales. Esta nación, la más poblada de África, con 130 millones de habitantes, se apartó del esquema de la autosuficiencia alimentaria y ahora importa más de lo que produce. Sus refinerías dejan de funcionar a menudo, por lo que, pese a su riqueza petrolera, tiene que importar la mayor parte de su combustible. Además, es común que las gasolineras estén cerradas por la falta del producto. El Banco Mundial califica a Nigeria como un ‘‘Estado frágil”’’, amenazado por el conflicto armado, las epidemias y la falta de gobernabilidad.
Encuentre el artículo completo en la edición de febrero de 2007 de National Geographic en Español, Disponible en la Biblioteca
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