miércoles, 8 de octubre de 2008

“Leer no es un placer fácil”

Entrevista a la bibliotecóloga Silvia Castrillón

La escritora, editora, librera y bibliotecóloga plantea que la promoción de la lectura es un problema político. Especialista en literatura infantil, señala que “la escuela y las sociedades han debilitado por completo la necesidad de pensar”.

Por Silvina Friera

Cuando decidió estudiar bibliotecología en Bogotá, su padre, un médico que le contagió el gusto por los libros, le aconsejó que no siguiera esa carrera. “Te gusta mucho leer, sos buena lectora y un bibliotecario no es un buen lector”, le decía para desalentarla. Pero Silvia Castrillón, que no se amedrentó por la recomendación paterna, se recibió de bibliotecóloga y desde entonces es una de las especialistas en literatura infantil que sigue peleando para que los colombianos tengan más y mejor acceso a la cultura del libro a través de las distintas instituciones por las que pasó, como la Asociación Colombiana para el Libro Infantil y Juvenil, Fundalectura y Asolectura, entre otras. De visita en Buenos Aires, donde participó de la Conferencia Editorial, un ciclo de charlas organizado por Opción Libros en la librería El Ateneo, esta mujer orquesta, escritora, editora y librera, simpática y tan jovial que no parece que tuviera 65 años, plantea que la promoción de la lectura es un problema político. “Tengo la necesidad de trabajar contra la injusticia y la inequidad que implica la falta de acceso a la lectura y a la cultura escrita”, dice Castrillón a PáginaI12.

“La lectura ya no es una manera de mirar la realidad. Antes se creía mucho más que la realidad se narraba a través de los libros. Ahora la forma de mirar la realidad es a través de otros medios”, advierte la especialista colombiana. “Se lee más, pero el sentido de la lectura se ha transformado muchísimo.”

–¿Cuál es el sentido de la lectura que prevalece en la escuela?

–El problema de la escuela es que casi todos los aprendizajes han perdido el sentido, por lo menos en Colombia. El sentido ahora es la evaluación, los estándares educativos, las pruebas. Son políticas educativas impuestas por el Banco Mundial que responden a un modelo de educación donde lo que se quiere es que la escuela forme trabajadores que puedan tener un desempeño laboral con éxito individual. Pero la sociedad no le ofrece trabajo y el éxito de uno implica el fracaso de muchos otros. En las escuelas, los niños preguntan: ¿Por qué tengo que aprender a leer y escribir? ¿Eso para qué me sirve, profe? En este momento los países están muy interesados en ver cómo se ubican en el ranking internacional. Los colombianos estamos siempre fijándonos si estamos primero que Argentina, y todo el mundo está trabajando alrededor de la evaluación y los estándares educativos; estándares, que como bien lo dice Emilia Ferreiro, implican homogeneización.

–Ante la pregunta para qué leer, ¿qué responde la escuela como institución y qué respondería usted?

–La escuela dice que hay que leer para cumplir con las normas y para alcanzar un diploma, aunque no sea garantía de trabajo. Cuando la escuela admite que hay que pensar de otra manera, propone una lectura lúdica, que los niños se interesen por la lectura mediante la consigna del placer, pero este concepto está desnaturalizando las prácticas de lectura y quitándoles el sentido que tienen. Leer es un placer, uno no lo puede negar, pero no es un placer fácil de alcanzar. Es un placer que también hay que construir y hay que invertir mucho esfuerzo tanto por parte de la escuela como parte de quien está aprendiendo. Lo que la escuela ofrece es un placer intrascendente, un placer que se agota en una actividad llamada lúdica entre comillas. Lo lúdico también se ha convertido en un derecho que exigen los niños. “Profe, es que usted no enseña de manera lúdica, nosotros tenemos derecho al placer.” Si no es por el lado de la evaluación, nos vamos por la respuesta de lo lúdico, pero eso tampoco permite crear condiciones para que el niño descubra cuál sería el sentido que puede tener la lectura en su vida. Para mí la lectura está asociada con necesidades del ser humano, que no son todas iguales, porque somos diferentes, pero tenemos la necesidad de aprender, de tener una experiencia estética, de comprender el mundo y de transformarlo. La respuesta estaría en tratar de crear las condiciones que permitan que los niños y jóvenes asocien la lectura y la escritura con una necesidad interna de ellos, no con una necesidad externa, impuesta. La escuela y las sociedades han debilitado por completo la necesidad de pensar. Lo que la escuela tiene que hacer es tratar de crear esas condiciones que permitan a los niños descubrir que leer es una necesidad. No es un lujo ni una obligación.

–¿La escuela está trabajando para crear esas condiciones?

–No, pero soy muy cauta porque la escuela es blanco de todos los problemas que tiene la sociedad. Si la sociedad pierde el sentido de la lectura, pues sí, a la escuela le toca recuperarlo, pero es una recuperación muy difícil porque a la escuela, que de por sí es una institución muy conservadora, le correspondería ir en contra de lo que la sociedad le está proponiendo. Ir contra la corriente es una pelea muy dura para la escuela. Pero hay muchos maestros lectores que tienen un compromiso ético con los niños. En este momento no creo que pueda haber grandes transformaciones educativas sino pequeños cambios impulsados por el maestro al interior de las aulas. Todavía creo en la utopía y me parece que los maestros están logrando pequeñas transformaciones.

–¿Por qué se promueve más la lectura y no tanto la escritura?

–Hablamos mucho de la lectura y poco de la escritura y eso también es una postura ideológica. La lectura también es producción, creación, pero está mucho más relacionada con el consumo de libros porque hay intereses económicos vinculados con un sector de la economía del mercado, que es el de la producción de libros. Además, se promueve más la lectura que la escritura porque la escritura es una forma de emancipación; la lectura también, pero la escritura más. Dar la palabra, expresarse a través de la escritura, es un paso más allá en la emancipación, es tener un pensamiento más libre. Muchas personas dicen que el maestro tiene que ser un ejemplo de escritor y de lector, pero esa idea de ser ejemplo estaría en desacuerdo con lo que pienso que es ser lector. El lector parte de la duda, de la ambigüedad, como dice Graciela Montes “parte del enigma y no de la consigna”, y si yo estoy mostrando como modelo y ejemplo al maestro no estoy creando las condiciones para que el niño dude también del maestro.

–Entregar libros es necesario, pero no suficiente; parece ingenuo pensar que los libros tienen alguna cualidad mágica que hace que sean leídos inmediatamente...

–Las escuelas tienen que estar bien dotadas de libros, es muy importante que los gobiernos adquieran y distribuyan libros, que haya bibliotecas al servicio de la comunidad, y que las bibliotecas se construyan como proyectos de la comunidad. El libro por sí solo no alcanza, pero es necesario. Ahora muchos de los discursos educativos plantean que ya no es necesario el libro, que está siendo sustituido por las nuevas tecnologías. Alguien en Bogotá, que tiene un cargo muy importante dentro de la administración pública en educación, dijo: “Ya no leemos libros, buscamos la información en computadoras”. Ahí es donde yo digo que es necesario que los libros estén en las escuelas. Lo que me preocupa es que cuando uno dice que el libro no basta, puede tener muy buenas intenciones en decirlo, pero también detrás de eso puede estar la idea de que el libro es sustituible.

Tomado de “Página 12”

1 comentario:

  1. Nuestros escolapios siempre adelante, siempre adelante! siempre como un modelo estándar.

    OCTUBRE DE 2004

    ¿Qué hacer con los mediocres?
    por Gabriel Zaid

    La pregunta planteada en esta nueva entrega de Gabriel Zaid no se discute abiertamente, porque hoy la medianía es tabú. Antes era neutral, e incluso positiva, pero la ferocidad trepadora de nuestros días nos ha llevado al absurdo de querer ser los mejores en todo, incluso en competir.
    Se presentó descaradamente, y me puso nervioso. Estaba solo. Nadie podía darse cuenta. Pero no quise verla, como si fuese la intrusión de un comercial procaz. Tal vez estuvo antes, pero en la zona del reojo, donde tampoco quise verla. Era una pregunta necia, obscena, que no se iba, que exigía atención: ¿Qué hacer con los mediocres? ¿Por qué tantos maestros, jurados, editores, se sienten verdugos descalificándolos? La presión da lugar a desahogos confidenciales, a chismes, a chistes, pero nada más. ¿Por qué es enojoso analizar el problema? ¿Qué tiene de indecente?
    La medianía fue neutral, luego positiva, después negativa y ahora tabú.
    La raíz indoeuropea medhyo corresponde en griego, latín, germánico, a términos neutrales que se refieren a lo que está en medio (espacio, secuencia, medición). En español, medio, en medio, mediano, mediocre, promedio, intermedio, mediar, medianero, mediador, mediante, inmediato, tienen ese origen. En latín, mediocris describía una posición de mediana altura, en un monte o elevación física. La raíz indoeuropea de ocris es ak: cima, pico. El uso se extendió a toda posición que no llega al extremo: mediocre malum (enfermedad no grave), mediocris animus (espíritu moderado), mediocris vir (hombre de clase media). (Roberts, Pastor, Diccionario etimológico indoeuropeo de la lengua española; Ernout, Meillet, Dictionnaire étymologique de la langue latine; Blánquez, Diccionario latino-español.)
    La sabiduría antigua desconfiaba de la desmesura, lo desproporcionado, el exceso. Esta desconfianza llegó a convertirse en un elogio de la medianía y la moderación. Aristóteles define la virtud como el justo medio entre dos extremos (Ética nicomaquea, ii, 6). Horacio celebra la dorada medianía (Odas, 2, 10). Séneca engrandece el desprecio a la grandeza: "Es de gran ánimo despreciar las cosas grandes y preferir lo mediano a lo excesivo" (Cartas a Lucilio, 39, traducción de José María Gallegos Rocafull). Todavía a principios del siglo XVII, Montaigne casi lo cita: La grandeza "muestra su altura en preferir las cosas medianas a las eminentes" (Ensayos, III, 13). Por esos años, Covarrubias, en el Tesoro de la lengua castellana o española, anota que medianía "Se dice de lo que es razonable y puesto en buen medio. Mediocridad es latino, significa lo mismo y úsanle algunos."
    El desprecio a la moderación es de siglos recientes. Parece surgir con el barroco y su amor al exceso, crecer con la Ilustración y el absolutismo, exaltarse con el romanticismo y su culto del genio y lo sublime, volverse científico con la eugenesia. Nietzsche proclama la ética del superhombre y condena la compasión cristiana como negación de la vida. "Los débiles y malogrados deben perecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres." (El anticristo, 2, traducción de Andrés Sánchez Pascual).
    El siglo XX industrializó los ataques militares a la población civil, para desanimar a las fuerzas enemigas, y el genocidio contra los indeseables en la propia sociedad, para depurarla y mejorarla. Tanta monstruosidad suscitó un progreso de la conciencia moral. La guerra, por primera vez en la historia, se desprestigió. La soberanía del Estado perdió legitimidad frente a los derechos humanos. El desprecio a las culturas inferiores se volvió inadmisible. Tan inadmisible, que ahora nada se puede considerar inferior. Esta ilimitada extensión del tabú contradice sus buenas intenciones, porque afirma como valor la negación de todo criterio y diferencia de valor.
    La mediocridad como tabú tiene que ver con este relativismo. Si nada es inferior, nada se puede descalificar. También tiene que ver con el progreso americanizado. El Tercer Reich y el imperio soviético se hundieron frente al imperio de los Estados Unidos, y sucedió lo mismo con sus mitologías. Ante el fracaso del superhombre nazi y el hombre nuevo socialista, ascendió la fanfarria por el hombre común. Si todo hombre común es un líder en potencia, no puede haber mediocres: sólo etapas en el camino de la superación personal.
    Hay una paradoja en la cultura del progreso. Aspira a una excelencia cada vez mayor en todas las disciplinas, a una igualdad cada vez mayor de todas las personas. Pero ¿cómo reconciliar igualdad y excelencia? La excelencia desiguala. "Si todo en este mundo fuera excelso, nada lo sería" (Diderot, El sobrino de Rameau).
    Los mitos esconden una contradicción insuperable, y así permiten "superarla" (Lévi-Strauss, Antropología estructural). El mito del progreso oculta su contradicción en la esperanza de tiempos cada vez mejores. Basta con suponer que la excelencia es una desigualdad pasajera. La contradicción de hoy se resolverá mañana, aunque de hecho se prolongue indefinidamente. La vanguardia no es una minoría privilegiada, sino el principio de una excelencia alcanzable por todos. Los adelantados del progreso reconcilian igualdad y excelencia, porque su aristocracia es transitoria. Todos serán excelsos en un mañana igualitario, que se pospone una y otra vez. Los privilegios de hoy están en el futuro de todos, y siempre lo estarán.
    La idea romántica de que hay que aspirar a lo máximo, de que el extremo opuesto (el fracaso absoluto) es preferible a la mediocridad, rompe con la idea antigua de no desquiciar la vida y desemboca en el superhombre que extermina a los mediocres. Como esto es repugnante, y como no se puede volver a la idea antigua de que la mediocridad es deseable, hay que suponer que no existe. Porque, en realidad, lo que parece mediocridad es una etapa transitoria: todo está en vías de superación. O, más radicalmente: porque la supuesta mediocridad (con ciertos criterios) es una excelsitud (con otros).
    Sería más inteligente reconocer que todos somos mediocres en casi todo, que no tiene importancia y que intentar lo máximo en todo es ridículo. La excepción no puede ser la regla general, y no hay que confundir esto con la verdadera regla general: que cada persona es única, porque su código genético, su historia, su conciencia, sus capacidades y sus gustos, constituyen un ser único. No hay dos personas iguales. Para que una persona sea comparable con otras, hay que reducirla a lo que no es: peso, estatura, edad, velocidad en cien metros planos, palabras por minuto que puede teclear, escolaridad, dinero que gana, premios obtenidos, calidad de sus traducciones de Catulo, de su interpretación del De profundis de Sofía Gubaidulina, de sus retratos al óleo.
    Si las personas se reducen a una sola dimensión comparable, lo normal es la medianía, como en cualquier distribución estadística; y lo ridículo es desear que toda la población compita y gane en la prueba olímpica de cuatrocientos metros de nado libre. Es imposible que todos ocupen el primer lugar, y es indeseable que lo intenten. Lo deseable es que todas las personas aprendan a nadar, para que lo disfruten (y lo usen, en caso necesario).
    Reducir a las personas a una dimensión las degrada. La sociedad entera se degrada, si todo se reduce a medir y ser medido. Aprender no es lo mismo que sacar buenas calificaciones, y lo importante es aprender. Divertirse y sufrir, lidiando con el agua, los materiales, las herramientas, las ideas, las circunstancias que pueden convertirse en una solución feliz, no es lo mismo que ganar puntos curriculares, prestigio, posiciones, dinero.
    Este deslizamiento de la vida concreta hacia la abstracta da menos valor a las personas y a las cosas que a su medida en una dimensión. Paralelamente, es un deslizamiento de la realidad al narcisismo. Hay padres bien intencionados que dicen a sus hijos (para mostrar que no los obligan a seguir su profesión): "Puedes ser lo que quieras, hasta barrendero; pero, eso sí: el mejor barrendero." Lo cual es empujarlos a la reducción de sí mismos, no a su desarrollo. Ser el número uno como barrendero (o lo que sea) está centrado en el yo y los competidores, no en el trato competente y feliz con la realidad.
    Así se comprende la necesidad ontológica de no ser descalificado, y la presión sobre los maestros, jurados, editores. Cuando lo importante no es aprender, entender, crear, investigar, divertirse, resolver problemas, ayudar, sino competir y ganar, toda prueba es un Juicio Final con pase al cielo, reprobación al infierno o suspensión en el limbo. De ahí las mañas infinitas para tener éxito, como única meta en la vida. Todo trato competente con la realidad se reduce a un trato con abstracciones: medir y ser medido, derrotar a los competidores, superar marcas. Barrer bien, nadar sabrosamente, hacer cosas bien hechas, madurar como personas, encontrar solucionescreadoras a los enigmas y problemas que nos plantea la realidad, todo se vuelve secundario para el winning is all del trepador.
    Paradójicamente, la presión trepadora desemboca en el ascenso de los mediocres al poder y la gloria. Se supone que el darwinismo ferozmente competitivo debería entronizar a los excelentes, no a los incompetentes. Pero las carreras trepadoras están llenas de pruebas cuyos resultados no se miden tan fácilmente como el tiempo en una alberca olímpica. Evaluar a una persona para un puesto o premio, evaluar una obra, no puede ser exacto. Es tan discutible que distintos jurados honestos y capaces pueden llegar a conclusiones opuestas. Si, para evitar la discusión, todo se limita a mediciones mecánicas, el resultado es absurdo. El candidato con más puntos puede ser un mediocre. El producto que más vende puede ser mediocre. Lo más calificado en las encuestas puede ser mediocre. El programa con más rating puede ser una porquería.
    La competencia trepadora no siempre favorece al más competente en esto o en aquello, sino al más competente en competir, acomodarse, administrar sus relaciones públicas, modelarse a sí mismo como producto deseable, pasar exámenes, ganar puntos, descarrilar a los competidores, seducir o presionar a los jurados, conseguir el micrófono y los reflectores, hacerse popular, lograr que ruede la bola acumulativa hasta que nadie pueda detenerla. La selección natural en el trepadero favorece el ascenso de una nueva especie darwiniana: el mediocre habilis.
    No es imposible que una persona competente en esto o en aquello sepa también acomodarse y trepar, pero no es necesario. Lo importante es lo último. Una persona más competente aún puede ser descartada en la lucha trepadora, si no domina las artes del mediocre habilis. Así se llega a las circunstancias en las cuales un perfecto incompetente acaba siendo el número uno.
    Desgraciadamente, aquellos que no tienen interés en lo que están haciendo, sino en ser aprobados, presionan hasta que se salen con la suya. Muchos años después, cuando llegan al poder y la gloria, son los modelos ejemplares de una sociedad reducida a trepar, y la degradación se extiende desde arriba. Muchos lo lamentan, sin ver que todo empieza abajo: cuando maestros, jurados, editores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho. -

    Fuente: Letras Libres

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