Vladimir de la Cruz
Historiador
Historiador
Los 100 libros que ha publicado La Nación merecen un gran reconocimiento
En mi primera clase a los estudiantes, en la que les invito a leer disciplinadamente los textos de los cursos, atender la bibliografía que se les brinda y preocuparse por adquirir una cultura más amplia, siempre les hablo de cómo se ha perdido el hábito de la lectura, pues la escuela y el colegio no obligan a leer libros completos y se contentan con simples resúmenes, además de que en la casa tampoco se estimula.
Cuento, incluso, cuando el menor de mis hijos, en quinto año, se me acercó a pedirme un resumen del Quijote y cómo, al darle dos tomos para que los leyera, me dijo que sus compañeros leían resúmenes. Le manifesté que él iba a leer el Quijote completo. Me retó: “Si usted lo lee conmigo”. Fijamos los domingos en la mañana para su lectura y, al final, había varios compañeros suyos oyendo, participando y gozando el libro.
Recientemente, en una actividad universitaria, pregunté a una joven estudiante de sétimo año que acompañaba a su madre, cuál era el último libro que había leído y no pudo mencionar uno. Insistí en saber si había oído hablar o leído a Debravo, Neruda o Vallejo, y nada de nada. Y, para sorpresa mía, cuando le pregunté sobre Cocorí y los Cuentos de mi tía Panchita , tampoco los había leído. Ni los conocía. Su madre fue la acongojada.
Cinco páginas diarias. A mis estudiantes, a quienes someto a estas preguntas, inmediatamente los refiero a un pequeño ejercicio, diciéndoles que, si leyeran una página diaria, leerían 365 al año, lo cual les da para leer un libro de esa extensión; y que, a ese ritmo, uno de los libros de Harry Potter lo leerían en dos años. Y les añado que, si leyeran 5 páginas diarias, podrían leer 1.825 páginas al año, equivalentes a unos 18 libros de 100 páginas, a un promedio de un libro cada 20 días.
Eso sí, les enfatizo que hay un problema: lo que no se lee un día no se repone al siguiente, de modo que quien no lee 5 páginas diarias no lee 10 ó 15 ó 20 para reponer días de lectura, y lo que se pierde en tiempo de lectura se pierde para siempre.
Asimismo, les insisto en que la lectura debe ser diaria, como un hábito personal de los que tenemos: bañarnos o asearnos, comer, vestirse, etc. Igualmente, que en asuntos de lectura no hay días feriados, de duelo, vacaciones o descansos de fin de semana. Es un asunto de todos los días y, cuando se adquiere el hábito, la lectura va creciendo de una manera tan natural, que se hace casi viciosa y, sin ella, uno siente que no ha acabado el día.
A las estudiantes que son madres les hablo de cómo mi madre me leía libros cuando era pequeño, y cómo, antes de dormirme, le pedía que me leyera –casi una condición para cerrar los ojos–, hasta que me enseñaron a leer. Hijo único, con una madre trabajadora, estudiante a la vez hasta graduarse en la universidad, sin televisión y poco radio, los libros se convirtieron en grandes amigos.
Mi madre. Para mi madre, la lectura fue, hasta que la vista se lo permitió, un deleite y una manera de entretenerse. Una vez pensionada, dedicaba casi seis horas a leer. Tal era su disciplina, que me pedía los libros de su preferencia, pero, cuando le llevaba los que a mí me gustaban, los terminaba y me hacía el comentario negativo. Cuando no pudo leer más, le llevé libros grabados que podía oír, hasta que, por fallas auditivas, sintió que algunos de los narradores eran muy “chillantes” y se rindió para descansar pocos meses después, a los 81 años.
Después de estos comentarios, remito a mis estudiantes al esfuerzo editorial que hace el periódico La Nación con su colección “Leer para disfrutar”, y les hablo de sus autores y experiencias narrativas, a razón de un libro de 80 páginas cada 15 días, con un buen tipo de letra, interlineado amplio y excelente formato, para que traten de adquirir el hábito de las 5 páginas. Así, podrían leer cada quincena, uno a uno, estos libros.
También les digo que el precio de cada libro de La Nación es más barato que un paquete de cigarros, una Coca-Cola o una cerveza, y que no hay justificación para adquirir estas publicaciones, ni tampoco por parte de los padres para fomentar la buena lectura de su familia e hijos.
A veces les agrego que en el hábito de lector que hice, tuve otras influencias directas: mi abuela materna, con quien compartía el día, mientras mi madre trabajaba o estudiaba, de tradición rosacruz, discípula pobre de Povedano, hija de un masón, quien abonó sus lecturas compartiéndolas conmigo, o me pedía que le leyera.
La familia. En mi barrio Luján, en mis primeros días de colegio, viviendo a la par de un hogar formado por una maestra y un periodista, la familia Zavaleta Estrada, ambos de amplia y refinada cultura, tuve la dicha de tener a sus hijos como amigos y también como lectores incansables. Yo aportaba a Salgari o Verne, y ellos a Zane Grey, y nos retábamos en la lectura de las distintas aventuras. También lo fue el hogar de Fernando López y Dina Díez, él director del Liceo San José, quienes eran ávidos lectores, como sus hijos, mis amigos.
Hoy, mi esposa es una retadora de lecturas, al margen de nuestras profesiones, especialmente de novela latinoamericana, y mi suegra, con sus 86 años, sigue entreteniéndose con libros y la colección de La Nación , que la sigue quincena a quincena.
Para mi dicha, me tocó vivir en barrios de familias que cultivaron la lectura y la transmitieron a sus hijos.
Hoy, por lo que uno aprecia en las aulas, las familias no estimulan ni enseñan la lectura, ni se preocupan de formar este hábito. ¿Y la escuela con sus maestros? ¿Y el colegio con sus profesores? ¿Y el MEP, que ni siquiera aprovecha los libros de la colección “Leer para disfrutar” con el bajo precio que tienen?
Este esfuerzo editorial debe ser exaltado, y el MEP debería buscar la forma de coordinar para que esos libros se mezclen con textos del programa educativo.
Los 100 libros publicados por La Nación merecen un gran reconocimiento y felicitación.
Tomado de La Nación, 25 de noviembre de 2007
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